Siendo las 19 horas, estoy tranquilamente leyendo en el salón, mi ordenador portátil abierto apoyado en una mesita frente a mí, un gato negro a mi lado, cuando un perro marrón se sube al sofá. En el momento en el que el chucho sube, el gato le bufa; el chucho que se le quiere acercar, el gato que le da con la pata en la cabeza; el chucho que va hacia el gato gruñendo, el gato que salta y sale corriendo; el perro que salta detrás del gato; y el mate, que repleto de yerba, y el termo, que lleno de agua, caen sobre el ordenador, la alfombra y todos los almohadones, que no son pocos, que están en el suelo (para que el mencionado chucho elija no subirse a nuestra cama, el suelo del salón de mi casa no dista del cuarto en el que Sherezade le relata las historias al sultán: hay dos alfombras, un montón de almohadones y dos camitas de perro, para que el chucho elija a gusto e piacere donde amodorrarse).
Observo mis alrededores. Veo que mi alfombra blanco roto, ahora tiene un look a lunares verdes aquí y allí. Veo que uno de los almohadones dejó de ser grisáceo para ser color empapado. Veo que la mesita, que por desgracia no es ni de vidrio ni de plástico, sino de madera, de la que es bien oscura, alberga un laguito en su parte central. Pero, lo peor de todo lo que veo, es la montañita de yerba y la copiosa cantidad de agua esparcida sobre el teclado del ordenador. Rauda, lo agarro y me lo llevo al baño. Lo sacudo en el pila y le empiezo a dar aire, como una posesa, con el secador de pelo. Pero la yerba en las rendijas me preocupa, me esfuerzo por hacer como que no la veo pero no lo consigo, hay mucha yerba entre las teclas, así que tengo la perspicaz idea de quitarla con la ayuda de la aspiradora. Agarro el tubo, lo coloco encima del teclado, enciendo la aspiradora, ¿y qué veo? Veo que, en menos de medio segundo, una, dos, tres teclas son absorbidas y hola qué tal agujeros en teclado.
Digamos que hasta llegar al baño, venía llevando el asunto bastante bien. Como estoy en una etapa muy zen de mi vida, ni me enojé con el gato, ni con el perro, ni permití que la antigua alfombra blanco roto ahora color césped me inquietara, ni dejé que a mi mente le preocupe el laguito de la mesa ni los consecuentes lamparones que sabía que en ella quedarían. Pero claro, el ver que la aspiradora deglute tres teclas así, a esa velocidad y con esa mala leche, saca de su zona zen a cualquiera, ¿o no? Justo, en ese mismísimo momento en el que la aspiradora acaba de dejarme sin B, sin H y sin M (ya podría haberse llevado la X, o el %, pero no, se lleva tres letras que a ver cómo te escribo y que me entiendas sin ellas en frase), justo en ese momento, decía, llega Mi Queridísimo del trabajo, todo contento, con su bicicletita. En otra época de mi vida, en una que era muy poco zen, en un relato como este, en cuanto él cruzara la puerta, por supuesto que tendría la culpa de todos mis infortunios. Ahora, como estoy en una etapa muy muy muy zen de mi vida, opto por no hablarle. Pero él sí me habla, «¿qué pasa?», me pregunta al encontrarme en el baño con un secador de pelo en mano, un tubo de aspiradora en otra mano y un ordenador que mejor ni te digo de ahora en más la de faltas de ortografía de las que va a ser responsable. Le resumo lo sucedido mientras cierro el ordenador, me pongo la bufanda, el gorro, el abrigo, y le digo que me voy a la tienda aquella donde arreglan ordenadores. Mi Queridísimo, bajito, que me dice: «Letzy, ¿por qué no llevas las teclas a la tienda?», y acto seguido abre la aspiradora, momento en el que veo que la bolsa que se encuentra en su interior, está a reventar. Le digo que para qué voy a llevar las teclas si aun no sé qué va a pasar con el ordenador, todo mojado como está, y que para qué me voy a poner a rebuscar en una bolsa llena de todo tipo de porquerías si quizá el empleado de la tienda puede poner otras teclas nuevas, y Mi Queridísimo que quiere decir algo más, y yo que le digo que por favor shhhh, que me voy y que ya veré si rebusco en la aspiradora pero que ahora no voy a rebuscar nada.
Corriendo, llego a la tienda. El empleado me empieza a atender cuando entra un cliente, es un hombre que conozco de vista porque vive en mi misma calle, es pintor (de cuadros, no de paredes). Este señor entra mientras le estoy contando mi historia al empleado, y, en un momento de silencio (que es cuando el empleado apaga el ordenador y saca la batería, luego de decirme que eso es lo primero que debería haber hecho), aprovecha para preguntarme: «¿Uruguaya?». No estoy en mi Happy Place, ni cerca estoy, mi Letzy zen vaya a saber una dónde... «Argentina», le respondo. Seca, bien asquerosa ella cuando quiere, a ver si el buen hombre capta que no es momento de preguntarme nada. «Ah, es que no distingo a los uruguayos de los argentinos», dice y se ríe, solo. «Ni yo», le comento al señor pintor que ojalá viva de su arte, cosa complicada en los tiempos que corren. Ante mi respuesta, el pintor, quien no nota ni pizca de mi energía azabache insondable, se ríe. No sé cómo le puedo parecer graciosa, es algo sobre lo que reflexionaré más tarde, cuando entre en estado alfa y vuelva a ser una Letzy zen.
Llega el momento en el que el empleado me dice lo que yo no quiero que me diga: «Para arreglar el teclado, voy a necesitar que me traigas las teclas que faltan, y además, necesito estos plastiquitos, ¿ves? (y me muestra uno que milagrosamente aun está sobre uno de los agujeros). Son dos plastiquitos por tecla, me los tienes que traer, si no, no puedo engancharlas. Déjame el ordenador y vete a buscar las teclas, así me las traes antes de que cierre la tienda. Yo voy levantando el teclado para quitar el agua».
Corriendo, me voy de la tienda. Aunque hacen alrededor de 2ºC, llego a mi casa sudada, es probable que incluso huela, y no a fresca caricia de bebé rollizo precisamente. En cuanto entro, saco la bolsa de la aspiradora, ¡qué gordita está, y eso que las fiestas todavía no han llegado! Me siento en el suelo, y, luego de hacerle un tajo en su parte superior, empiezo a rebuscar entre los miles de pelos, pelusas y melenas (dos gatos y dos perros en casa, no sé si alguien puede siquiera imaginar la de pelo que es capaz de soltar esa cantidad animal desde que puse la bolsa vacía, que tampoco fue hace tanto, aclaremos, que si hay algo que no me gustaría, es que penséis que soy una roñosa). Encuentro una tecla, dos, tres (aunque ojalá las hubiera encontrado con la rapidez con la que acabo de escribirlo). Pero claro, ¿y los plastiquitos? ¿Y la operación láser que mi vista necesita?, ¿para cuándo? Porque si hay algo que no tengo, es vista de lince. Busco, rebusco, vuelvo a buscar, hurgo, entreabro pelos, y pelaje, y pelusas, y meto mano en el polvo, y en la yerba actual (la de la alfombra la aspiré, ¿qué otra cosa podía hacer?) y en la yerba pasada (claro que no es la primera vez que se me cae el mate, ¿qué creíais?), y encuentro cosas que no sé bien qué son, pero mejor no saber, solo sé que NADA de todo lo que encuentro, son los plastiquitos. Y en ese momento, entra Mi Queridísimo, chocho de la vida, como siempre, vuelve de pasear a los perros en el parque del Retiro. Sabe que estoy en casa porque la luz del pasillo está encendida. Lo que no sabe, es dónde estoy. «¿Dónde estás?», pregunta desde la puerta de la calle. «En el cuarto pequeño, buscando en la bolsa de la aspiradora unos plastiquitos que llevan las teclas. Encontré ya las teclas, pero no hay caso, no encuentro los plastiquitos, llevo media hora buscando», y aquí, lo confieso, un poquito sí que insulto, para qué nos vamos a estar ocultando cosas a estas alturas del relato. Mi Queridísimo viene al cuarto en el que estoy, agarra las teclas que se encuentran a mi lado, en el suelo, y las gira. «Los plastiquitos están puestos detrás», me dice y me muestra.
Así que me levanto, y me voy a lavar las manos. Si corro, llegaré justo antes de que la tienda cierre.